Los turistas desganados, de Katixa Agirre (Pre-Textos) | por Juan Jiménez García
Llueve. Como antes, como llovía en aquellos otros meses de septiembre, años atrás, lejos, muy lejos. En Los turistas desganados, el pasado alcanza al presente. En un ejercicio de persistencia, acaba por llegar hasta donde se encuentra la pareja protagonista, en viaje por el País Vasco. Ese volver de ella, Ulia, se convierte en un encuentro con los fantasmas y las fuerzas ocultas. Lo que no estaba se desvela (iba a escribir, más justo, revela). Tal vez ella lo busca, una manera de deshacerse de esa carga pesada de ser la hija de un criminal. Busca su momento en una vuelta a sus orígenes para contarle a Gustavo todo aquello que siempre le quiso decir pero que allí, en Madrid, era incapaz de encontrar el momento adecuado. Ahora ese momento es una cuestión de los paisajes de entonces, de las carreteras secundarias, de los lugares apartados. Entonces llega ese otro encuentro inesperado y él, su pareja, también se ve enfrentado a la revelación. La negación y la revelación. Igual que ella. Los motivos son tal vez más banales, pero los mecanismos son los mismos. La convivencia con la culpa.
Esta podría ser una novela de carretera. Una carretera que atraviesa la infancia y juventud de Ulia. Podría ser también una rememoración del pasado que nunca acaba de irse (los atentados islamistas, los atentados de ETA). Podría ser un libro entre divertido y amargo, como la vida, después de todo. Pero si no es solo eso, es porque está atravesado por la herida y la reflexión sobre una culpa adquirida, heredada. Sobre un peso que cae en los hombros nada más nacer, por las razones de los otros. Como gestionar esa culpa, como interiorizarla y, una vez interiorizada, ser capaz de compartirla con los demás. Los demás que importan. Decía Vladimir Holan que era terrible vivir porque había que quedarse con la aterradora realidad de esos años. Ella también tiene esos años, esa aterradora realidad de atentados y muertos, y luego de presos, de huelgas de hambre, de homenajes, sin que las víctimas estén en otro sitio, sino siempre en el mismo, bajo tierra, muertos o no. Entender, comprender todo esto, es tarea de los vivos, pero los vivos, como tan a menudo, prefieren la simplificación, el grito, el efectismo de las frases hechas. Todo esto cuando en realidad, lo que une los puntos, es un ruido en la cabeza. Sordo, constante. Un ruido que camina en círculos, del que unos y otros no pueden escapar.
La escritura de Katixa Agirre tiene un algo de agua que busca su cuenca. Y que, en esa búsqueda, plácida, nada abrupta, recorre los espacios vacíos, pero también aquellos ocupados. Cruza a través de todo, tiempo pasado, tiempo presente, se convierte en fina lluvia, calabobos, por la que acabamos mojados sin darnos ni cuenta. En algún momento, está la furia, la caída, pero aun así es solo una consecuencia esperable. Las cosas caen, pero lentamente, llevadas por esa escritura. Nada se pierde y todo va con nosotros. En todo caso, olvidamos. Pero el olvido es algo momentáneo, un mecanismo de salvación, un accionar que la vida se detenga un momento, ordenar los días, seguir adelante. Hasta que todo vuelva, esos personajes del ayer. Tengo una dificultad para escribir sobre estos libros en los que la escritura es tan consecuente con aquello que propone. Me parece esos objetos a los que intentamos encontrarles alguna grieta, algún sistema de apertura, pero nada, no es posible. Son así, un todo y en buena medida entendibles solo desde su lectura. Yo, que desmontaba tanques de juguete cuando era un crío solo para entenderlo…